En el pintoresco pueblo de Aguaverde, el agua no solo servía para calmar la sed, sino que también sostenía el tejido social de la comunidad. Cada familia tenía una cuota fija de 100 litros de agua al mes, que el acueducto local facturaba. Una parte de esos ingresos se destinaba al hospital, la escuela, el hogar infantil y la casa de la cultura, asegurando así el bienestar del pueblo.
Sin embargo, Aguaverde tenía un secreto: un río cristalino en las afueras. Según las reglas locales, cualquier habitante podía extraer hasta 35 litros de agua del río sin costo alguno. Era una alternativa permitida, aunque no muy común.
Carlos, un vecino trabajador y padre de familia, decidió aprovechar esta opción. Con los 35 litros que tomaba del río, reducía su factura mensual del acueducto y podía destinar ese dinero a otros gastos en su hogar, como reparar el techo y comprar frutas frescas para sus hijos.
Pero en un pueblo pequeño, todo se sabe.
—¿Sabían que Carlos está usando agua del río para pagar menos? —comentó un vecino en la plaza.
—Eso no está bien —opinó un empleado de la alcaldía—. Al reducir lo que paga, contribuye menos al acueducto, y eso afecta a nuestras instituciones.
Cuando Carlos escuchó los comentarios, respondió con tranquilidad:
—No estoy haciendo nada malo ni ilegal. Estoy tomando una decisión que beneficia a mi familia.
El tema comenzó a dividir al pueblo. Algunos lo acusaban de ser egoísta, mientras otros lo veían como un ejemplo de cómo usar las alternativas disponibles para mejorar su situación.
Un día, en una asamblea comunitaria organizada por la alcaldía, Doña Clara, una mujer mayor y sabia, tomó la palabra:
—Vecinos, debemos recordar que el agua del río está ahí para todos, y cada uno puede decidir cómo usarla. No está ni bien ni mal, simplemente es una opción. Carlos tomó su decisión pensando en su familia, como cualquiera de nosotros podría hacerlo. Lo importante es reconocer que cada elección tiene consecuencias. Al igual que él ahorra dinero, hay menos fondos para nuestras instituciones.
El salón quedó en silencio. Las palabras de Doña Clara resonaban en todos: ¿Era posible que no hubiera un “correcto” o un “incorrecto”?
Finalmente, el pueblo aceptó que usar el agua del río era una decisión personal. Algunos continuaron pagando su cuota completa al acueducto, priorizando el aporte a la comunidad. Otros, como Carlos, optaron por el ahorro familiar. Ninguna opción era mejor o peor; era simplemente una cuestión de prioridades.
Con el tiempo, Aguaverde aprendió una lección valiosa: en la vida, muchas decisiones no son absolutas. Lo que importa es entender cómo nuestras acciones se conectan con el bienestar propio y el de quienes nos rodean. Y en ese equilibrio, cada quien encuentra su camino.